jueves, 23 de abril de 2015

La Ruta de la Seda

Pocos bienes de lujo son tan universalmente conocidos como lo es la seda. Fueron los chinos, en torno al año 2500 – 2000 a.C, quienes adquirieron los conocimientos y la técnica necesarios para trabajar las preciadas fibras producidas por el Bombyx mori o “gusano de seda”. Gracias a sus cualidades únicas, estos tejidos pronto se convirtieron en objeto de deseo para reyes y nobles de todo tipo y condición. La escasez de su producción, combinada con la increíble demanda, dio lugar a un provechoso negocio que perduró durante siglos a pesar de los innumerables peligros que corrían aquellos que decidían enriquecerse con este intercambio. Un comercio que floreció uniendo Oriente y Occidente a través de una larga ruta que en su momento de mayor extensión llegó a tener más de ocho mil kilómetros de largo.

Ruta de la Seda 300 a. C. - 100 d. C.

Los orígenes de la ruta se remontan al período en torno al año 2000 a.C, cuando los chinos establecieron varias vías de comunicación con las regiones más orientales de Asia central, en lo que hoy es la región autónoma de Sinkiang. La abundancia de jade, un mineral altamente codiciado por los emperadores, atrajo el comercio entre estas dos regiones, y sirvió como comienzo de un futuro intercambio mucho más enriquecedor.

Las conquistas de Alejandro Magno, de quién ya hemos hablado con anterioridad en este blog, permitieron unir aquellas vías de comunicación con el mundo mediterráneo. Recordemos que su imperio se extendía desde Grecia y Egipto hasta Bactria, en el actual Afganistán, y el norte de la India; por lo que gracias a su inmensa extensión pudo establecerse la comunicación entre los mundos oriental y occidental. Tras el Imperio de Alejandro y los distintos reinos helenísticos que fueron sus herederos, serán los romanos quienes recojan el testigo de aquella unión. Roma, señora indiscutible del Mediterráneo, sentía una atracción única por los productos orientales, especialmente por la seda. Ni si quiera la caída de la “Ciudad Eterna” detendría este formidable intercambio comercial, puesto que para entonces Constantinopla y el Imperio Bizantino ya se habían asegurado el control sobre esta inagotable fuente de riquezas.

Puede que la seda fuera el producto estrella de las numerosas caravanas que atravesaban los horizontes entre Asia y Europa, pero no era el único. Piedras preciosas como los diamantes o los rubíes, el satén o el almizcle también tenían una enorme demanda. Una demanda que por otra parte no era igual para unos y otros. Lo cierto es que si el intercambio era bilateral, era mucho más importante y lucrativo el que viajaba de Oriente a Occidente. El Imperio chino estaba más interesado en los bienes que se producían en la región de Asia Central que en lo que llegaba del Mediterráneo.

Hemos dejado claro que la ruta fue ante todo una vía comercial, pero no podemos olvidar que sirvió también como importante fuente de difusión cultural. Las vías abiertas por los mercaderes permitieron el traspaso de conocimientos, religiones y gustos estéticos. Así lo atestigua el arte grecobudista, uno de los ejemplos más bellos de la fusión que se produjo entre los dos mundos.

Representación de Hércules (dcha.) como guardián de Buda

Una odisea larga y difícil

Puede que parezca que hablamos de una única ruta de la seda, pero en realidad el camino podía variar en función de las necesidades. Hubo momentos en los que se necesitó variar su recorrido en función de la realidad política de los lugares que atravesaba, puesto que sólo los estados fuertes eran capaces de contrarrestar la acción de los bandidos. La competencia entre las caravanas podía ser feroz, y encontrar rutas más veloces podía acarrear el éxito o el fracaso de una expedición. Por otra parte, el destino de las rutas no era siempre el mismo. Muchas nunca llegaban a ver el Mediterráneo, terminando su periplo en alguno de los inmensos mercados de Asia occidental. Otras en cambio alcanzaban algún importante puerto como eran Alejandría o Antioquía, desde donde más tarde partían a Roma u otros lugares.

El viaje podía llegar a durar un año y el recorrido, muchas veces, llegaba a ser toda una aventura. Las barreras naturales se unían a las inclemencias de una climatología extrema. Los inviernos en la estepa asiática convertían el trayecto en una prueba que sólo eran capaces de superar aquellos que tuvieran una gran determinación.

Esta diversidad de rutas favoreció la aparición o el crecimiento de ciudades hasta entonces inexistentes o que apenas eran importantes. Al encontrarse en medio de aquella ruta estos asentamientos sacaron provecho de su ventaja estratégica. Eran elementos indispensables en la logística general de la vía y además servían como punto de intercambio comercial, donde los productos iban haciendo escala. Ciudades como Dunhuang, Samarcanda o Bujara construyeron un impresionante legado del que hoy en día aún podemos disfrutar.

Apogeo y caída

El período entre los siglos VII y IX fue el más esplendoroso que vivió la ruta de la seda. En occidente, el Imperio bizantino supo asegurar la supervivencia de las distintas vías comerciales haciendo de Constantinopla el puente entre los dos mundos, y garantizando que los preciados bienes llegaran a las aguas del Mediterráneo. En el otro extremo, la dinastía Tang de China, ejerció su dominio de forma estable, otorgando seguridad a las travesías que cruzaban la peligrosa Asia central.

Cuevas de Mogao en la ciudad china de Dunhuang

Será la llegada de los mongoles el punto que dé paso al episodio final de nuestra ruta y el comercio terrestre entre Oriente y Occidente. Pese a que el gusto por el comercio siguió presente entre los herederos de Genghis Khan, su expansionismo supuso una seria amenaza para Europa. Tras la disgregación del Imperio mongol, en el siglo XIV, el comercio se hizo cada vez más inviable. La posterior expansión turca y, sobre todo, la caída de Constantinopla en 1453, supondrán el punto final del vínculo comercial y cultural que había sido la ruta de la seda.

Europa hubo de recuperar el comercio entre ambos mundos mediante la navegación. El descubrimiento por parte de los portugueses del cabo de Buena Esperanza abrió una vía marítima entre el océano Atlántico y el océano Índico, lo que no hizo sino empeorar la ya maltrecha situación del comercio terrestre. Por otra parte, el secreto de la seda había dejado de ser exclusivo de Oriente, y Europa había empezado su propia producción, por lo que las especias se convirtieron en el nuevo producto estrella del continente asiático. Poco tiempo después llegarán los europeos a las costas americanas, y allí encontrarán un nuevo lugar donde saciar su apetito comercial y su gusto por lo exótico.


Puede que los viajes de la ruta de la seda hubieran llegado a su fin, pero su recuerdo es algo que difícilmente podrá olvidarse nunca. Sus vías comerciales siguen siendo usadas hoy en día para el intercambio mercantil entre los países de Asia central. La ruta de la seda será siempre la meta de aventureros de toda condición, su nombre ha trascendido en la Historia y nunca podrá dejar de ser lo que siempre fue: el camino que unía dos mundos completamente diferentes.

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