Pocos
bienes de lujo son tan universalmente conocidos como lo es la seda. Fueron los
chinos, en torno al año 2500 – 2000 a.C, quienes adquirieron los conocimientos
y la técnica necesarios para trabajar las preciadas fibras producidas por el Bombyx mori o “gusano de seda”. Gracias
a sus cualidades únicas, estos tejidos pronto se convirtieron en objeto de
deseo para reyes y nobles de todo tipo y condición. La escasez de su
producción, combinada con la increíble demanda, dio lugar a un provechoso
negocio que perduró durante siglos a pesar de los innumerables peligros que
corrían aquellos que decidían enriquecerse con este intercambio. Un comercio
que floreció uniendo Oriente y Occidente a través de una larga ruta que en su
momento de mayor extensión llegó a tener más de ocho mil kilómetros de largo.
Ruta de la Seda 300 a. C. - 100 d. C. |
Los
orígenes de la ruta se remontan al período en torno al año 2000 a.C, cuando los
chinos establecieron varias vías de comunicación con las regiones más
orientales de Asia central, en lo que hoy es la región autónoma de Sinkiang. La
abundancia de jade, un mineral altamente codiciado por los emperadores, atrajo
el comercio entre estas dos regiones, y sirvió como comienzo de un futuro
intercambio mucho más enriquecedor.
Las
conquistas de Alejandro Magno, de quién ya hemos hablado con anterioridad en
este blog, permitieron unir aquellas vías de comunicación con el mundo
mediterráneo. Recordemos que su imperio se extendía desde Grecia y Egipto hasta
Bactria, en el actual Afganistán, y el norte de la India; por lo que gracias a
su inmensa extensión pudo establecerse la comunicación entre los mundos
oriental y occidental. Tras el Imperio de Alejandro y los distintos reinos
helenísticos que fueron sus herederos, serán los romanos quienes recojan el
testigo de aquella unión. Roma, señora indiscutible del Mediterráneo, sentía
una atracción única por los productos orientales, especialmente por la seda. Ni
si quiera la caída de la “Ciudad Eterna” detendría este formidable intercambio
comercial, puesto que para entonces Constantinopla y el Imperio Bizantino ya se
habían asegurado el control sobre esta inagotable fuente de riquezas.
Puede
que la seda fuera el producto estrella de las numerosas caravanas que
atravesaban los horizontes entre Asia y Europa, pero no era el único. Piedras
preciosas como los diamantes o los rubíes, el satén o el almizcle también
tenían una enorme demanda. Una demanda que por otra parte no era igual para
unos y otros. Lo cierto es que si el intercambio era bilateral, era mucho más
importante y lucrativo el que viajaba de Oriente a Occidente. El Imperio chino
estaba más interesado en los bienes que se producían en la región de Asia
Central que en lo que llegaba del Mediterráneo.
Hemos
dejado claro que la ruta fue ante todo una vía comercial, pero no podemos
olvidar que sirvió también como importante fuente de difusión cultural. Las
vías abiertas por los mercaderes permitieron el traspaso de conocimientos,
religiones y gustos estéticos. Así lo atestigua el arte grecobudista, uno de
los ejemplos más bellos de la fusión que se produjo entre los dos mundos.
Representación de Hércules (dcha.) como guardián de Buda |
Una
odisea larga y difícil
Puede
que parezca que hablamos de una única ruta de la seda, pero en realidad el
camino podía variar en función de las necesidades. Hubo momentos en los que se
necesitó variar su recorrido en función de la realidad política de los lugares
que atravesaba, puesto que sólo los estados fuertes eran capaces de
contrarrestar la acción de los bandidos. La competencia entre las caravanas
podía ser feroz, y encontrar rutas más veloces podía acarrear el éxito o el
fracaso de una expedición. Por otra parte, el destino de las rutas no era
siempre el mismo. Muchas nunca llegaban a ver el Mediterráneo, terminando su
periplo en alguno de los inmensos mercados de Asia occidental. Otras en cambio
alcanzaban algún importante puerto como eran Alejandría o Antioquía, desde
donde más tarde partían a Roma u otros lugares.
El
viaje podía llegar a durar un año y el recorrido, muchas veces, llegaba a ser
toda una aventura. Las barreras naturales se unían a las inclemencias de una
climatología extrema. Los inviernos en la estepa asiática convertían el
trayecto en una prueba que sólo eran capaces de superar aquellos que tuvieran
una gran determinación.
Esta
diversidad de rutas favoreció la aparición o el crecimiento de ciudades hasta
entonces inexistentes o que apenas eran importantes. Al encontrarse en medio de
aquella ruta estos asentamientos sacaron provecho de su ventaja estratégica.
Eran elementos indispensables en la logística general de la vía y además
servían como punto de intercambio comercial, donde los productos iban haciendo
escala. Ciudades como Dunhuang, Samarcanda o Bujara construyeron un
impresionante legado del que hoy en día aún podemos disfrutar.
Apogeo
y caída
El
período entre los siglos VII y IX fue el más esplendoroso que vivió la ruta de
la seda. En occidente, el Imperio bizantino supo asegurar la supervivencia de
las distintas vías comerciales haciendo de Constantinopla el puente entre los
dos mundos, y garantizando que los preciados bienes llegaran a las aguas del
Mediterráneo. En el otro extremo, la dinastía Tang de China, ejerció su dominio
de forma estable, otorgando seguridad a las travesías que cruzaban la peligrosa
Asia central.
Cuevas de Mogao en la ciudad china de Dunhuang |
Será
la llegada de los mongoles el punto que dé paso al episodio final de nuestra
ruta y el comercio terrestre entre Oriente y Occidente. Pese a que el gusto por
el comercio siguió presente entre los herederos de Genghis Khan, su
expansionismo supuso una seria amenaza para Europa. Tras la disgregación del
Imperio mongol, en el siglo XIV, el comercio se hizo cada vez más inviable. La
posterior expansión turca y, sobre todo, la caída de Constantinopla en 1453,
supondrán el punto final del vínculo comercial y cultural que había sido la
ruta de la seda.
Europa
hubo de recuperar el comercio entre ambos mundos mediante la navegación. El
descubrimiento por parte de los portugueses del cabo de Buena Esperanza abrió
una vía marítima entre el océano Atlántico y el océano Índico, lo que no hizo
sino empeorar la ya maltrecha situación del comercio terrestre. Por otra parte,
el secreto de la seda había dejado de ser exclusivo de Oriente, y Europa había
empezado su propia producción, por lo que las especias se convirtieron en el
nuevo producto estrella del continente asiático. Poco tiempo después llegarán
los europeos a las costas americanas, y allí encontrarán un nuevo lugar donde
saciar su apetito comercial y su gusto por lo exótico.
Puede
que los viajes de la ruta de la seda hubieran llegado a su fin, pero su
recuerdo es algo que difícilmente podrá olvidarse nunca. Sus vías comerciales
siguen siendo usadas hoy en día para el intercambio mercantil entre los países
de Asia central. La ruta de la seda será siempre la meta de aventureros de toda
condición, su nombre ha trascendido en la Historia y nunca podrá dejar de ser
lo que siempre fue: el camino que unía dos mundos completamente diferentes.
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