domingo, 28 de junio de 2015

Ciclo de conferencias: Hitos de la Cultura Japonesa.


Hace poco más de una semana que dimos la última clase de nuestro curso "Hitos de la cultura japonesa". Pese a su brevedad, ya que fue diseñado específicamente para 3 únicas clases, creemos que el resultado ha sido más que satisfactorio, tanto para nosotros como para quienes asistían al aula. Cuando ideamos Círculo Cultural Perseo decidimos tratar de ampliar la oferta cultural y educativa tanto como nos fuera posible, incluyendo una serie de pequeños cursos de carácter divulgativo y de temática muy variada impartidos por nosotros mismos. Agradecemos enormemente a todos aquellos que asistieron la oportunidad que nos habéis dado para crecer y seguir adelante.

El curso "Hitos de la cultura japonesa" fue diseñado con el pretexto de acercar el país nipón hasta nosotros de una manera sencilla y cómoda, pero que a su vez, tratando de ser bastante exhaustivo. Para cumplir estos objetivos hemos repasado su historia, religiosidad y rasgos culturales más prominentes o llamativos, todo ello acompañado de un soporte visual que complementaba el aporte teórico. En un futuro, no sólo esperamos retomar este curso ante un nuevo público, sino que pretendemos ampliar este ciclo con otros países o culturas que puedan resultar igual de fascinantes. Éste ha sido el primer paso de muchos que quedan por dar, y con esfuerzo, ilusión y el apoyo que nos ofrecéis a diario, estamos seguros de que vamos por el buen camino. Una vez más, desde Círculo Cultural Perseo, os damos las gracias.


El país del sol naciente

La decisión de escoger Japón como la primera de nuestras paradas fue bastante sencilla. La lejanía del archipiélago japonés hace complicado a cualquier curioso viajar hasta allí, de modo que quizás, lo más práctico era traerlo hasta nosotros. Hay pocos lugares en el mundo que puedan seducir tanto al público como lo consigue este país: su insularidad e historia particular forjaron una nación de rasgos únicos. Por otra parte, como historiadores, somos conscientes de que oriente despierta una enorme curiosidad gracias a un riquísimo legado cultural, que nos es en gran parte desconocido para el público general.

Para lograr nuestro objetivo decidimos crear un temario que no dejara demasiados aspectos en el aire, aunque sin olvidar que debíamos tener cuidado de no excedernos con el contenido ante la brevedad del curso. En el equilibrio estaba la clave.

Durante la primera jornada abordamos una serie de características básicas que creímos fundamentales para edificar todo el temario posterior: la geografía de Japón y el contexto histórico. La insularidad de Japón facilitó el aislamiento de sus habitantes tanto con los países vecinos como con otros más lejanos. Esto no significó necesariamente que Japón no se viera influenciado por otros estados, pero sí condicionó fuertemente su idiosincrasia, algo que queda completamente al descubierto en cuanto nos sumergimos en su historia. Por otra parte, al prestar atención a esto último, descubrimos que el desarrollo histórico del archipiélago japonés es como poco bastante llamativo. Hablamos de un país que durante siglos apenas tuvo influencia externa (y que tampoco influyó en el desarrollo de otros estados), y que sorprendentemente, consiguió evitar ser colonizado por las potencias europeas para acabar convirtiéndose en un imperio colonial propio, en un margen de tiempo sorprendentemente pequeño.

Durante la segunda jornada, nuestra atención se centró principalmente en la religiosidad y creencias del pueblo japonés, al tiempo que acabamos analizando el impacto que tuvo occidente así como la propagación del cristianismo dentro de sus fronteras. Para dar solución a lo primero, repasamos los aspectos fundamentales del budismo y del sintoísmo (la religión nativa del pueblo japonés), incluyendo una buena selección de sus leyendas y mitología. Para lo segundo, no sólo revisamos el contacto que tuvieron con los primeros europeos, sino que observamos el cambio cultural y político que significó para el pueblo nipón.



Finalmente, la tercera jornada nos dio la oportunidad de exponer las figuras más emblemáticas de la historia japonesa como fueron los samurái, los shinobi o ninja y las geisha. Gracias al cine y la televisión, todos tenemos en mayor o en menor medida una idea preconcebida de quiénes eran estos personajes, pero consideramos fundamental enfocar nuestro esfuerzo en separar la realidad histórica de la visión subjetiva que de ellos tenemos. Para finalizar, no quisimos dejar de echar un vistazo a algunas de las manifestaciones artísticas más tradicionales de Japón como el ikebana o arreglo floral, el origami o la ceremonia del té.

En definitiva, consideramos que nuestra idea de englobar los aspectos más sustanciales de la historia de Japón en un ciclo breve pero a su vez, que fuera notable en su contenido y forma, fue bien acogida por nuestros asistentes. De esta manera, estamos convencidos de que esta experiencia se repetirá y ampliará en un futuro.

Como hemos dicho anteriormente, sin vosotros, nada de esto sería posible. Gracias.


sábado, 13 de junio de 2015

Tipos de Gladiadores V - Secutor y Provocator

Lucha entre retiarius, con el dedo levantado en gesto
de rendición, y un secutor. Fragmento del mosaico
de Zliten, en Libia (s. II d.C.)
El secutor, también conocido como contraretiarius, fue creado básicamente para combatir contra el retiarius. Este tipo de gladiador tiene sus orígenes en el murmillo, del solo se diferencia por la forma de su casco. Su equipo estaba formado por un casco, un escudo rectangular scutum, una greba en su pierna izquierda, una manica en su brazo derecho y una espada gladius.

Su casco tenía una forma bastante básica, era liso con una cresta redondeada (como una aleta) sin aristas, con pequeños orificios para los ojos. Esta forma servía para evitar quedarse atrapado en la red y poder protegerse de los ataques del tridente, por esto los agujeros para los ojos eran bastante pequeños, ya que las puntas del tridente podían entrar por las aberturas de los ojos de los cascos de otros tipos de gladiador. Carecía de visera y adornos que permitiesen que la red se enredase.

El estilo de lucha del secutor era la del cuerpo a cuerpo cercano, sin dejar que su contrincante se alejase y así evitar su ataque con la red. Por esto el retiarius, que poseía un equipamiento más ligero, se movía en círculo y buscaba la distancia suficiente para poder atacar. Esto se veía favorecido por el casco del retiario, que al tener las aberturas de los ojos bastante pequeñas, tenía muy limitada su visión e incluso el oído. Además, la poca ventilación hacía que fuese difícil el poder respirar con normalidad.

Como anécdota añadir, que los secutores fueron los gladiadores favoritos del emperador Comodo, quién salía a menudo a la arena como un secutor.

El otro tipo que nos ocupa hoy, es algo peculiar, ya que más que un tipo concreto es un estilo de lucha. El provocator (también conocido como spatharus porque luchaba con una spatha aun más larga que la spatha normal). Llevaban en el pecho una coraza (cardiophilax), una gran pieza de metal que cubría el pecho y que en ocasiones era de escamas de metal. Se ajustaba con unas correas de cuero alrededor de la espalda.

Relieve de un provocator rodeado de
coronas de la victoria. Hallado en Éfeso,
actualmente en el Staatliche Musen, Berlín.
De casco usaban el modelo que llevaban los legionarios, es más, los gladiadores recibían el último modelo. Con el tiempo fue evolucionando: desaparecieron las carrilleras y apareció un visor con aberturas redondas y reticuladas para los ojos. Los últimos modelos tenían viseras dobladas hacia abajo que protegían la nuca. Cuando no se enfrentaba a otro provocator, este era emparejado con algún tipo gladiatorio que poseía alguna ventahja comparable a la que él tenía por la larga hoja de su spatha, como el dimachaerus, que luchaba con una espada en cada mano.

Hay un debate sobre si originalmente era un tipo asociado a un criminal o prisionero de guerra sentenciado a pena capital, que podía, no obstante, obtener clemencia al ganarse la simpatía de los espectadores. Esto viene dado del término judicial romano de tiempos de la República: se decía de un prisionero condenado tenía derecho de apelar al pueblo (provocatio ad populum). La forma de luchar de este tipo, que comprendía falsas retiradas seguidas de contraataques, cambió, no obstante, la implicación y sentido del término.

El provocator fue uno de los gladiadores que desaparecieron con la reforma augusta.

sábado, 6 de junio de 2015

El camino entre Madrid y Toledo

Aunque hoy muchos lo ignoran, la historia de nuestra ciudad ha estado fuertemente ligada a la ciudad de Toledo. La misma fundación de Magerit, el nombre árabe con el que se denominaba a Madrid, por parte de las autoridades del Califato de Córdoba, estuvo relacionada con que este asentamiento sirviera de protección para la vieja Toletum.

Durante el Medioevo, en un contexto de habituales conflictos entre los reinos cristianos y los islámicos, las zonas de frontera solían ser un hervidero de razzias y combates entre las fuerzas de uno y otro bando. En el lugar donde hoy se asienta el Palacio Real se construyó una atalaya que vigilaba los pasos de montaña, un lugar desde donde dar la alarma si los cristianos trataban de marchar hacia el sur. Toledo, una de las ciudades más importantes de entonces, era un objetivo clave para los reyes cristianos debido a su valor estratégico, simbólico y económico. Con el tiempo, aquella atalaya acabó por convertirse en un auténtico alcázar con un pequeño caserío amurallado a sus pies. Los primeros madrileños poblaron una tierra fértil y repleta de acuíferos, gracias a lo cual, Magerit pudo crecer hasta convertirse en una ciudad con nombre propio en el centro de la península.

La caída de la taifa toledana ante las huestes del rey castellano Alfonso VI también supuso el cambio de manos para Madrid. Nuestra Villa continuó creciendo en tamaño e importancia, hasta el punto de ser escogida como capital de la monarquía varios siglos después. No obstante, Toledo como sede del Primado de España, seguía gozando de un fuerte poder político y económico, y durante siglos continuaría poseyendo una notable influencia en ciudades como Madrid o Alcalá de Henares que no disponían de diócesis propias.

No ha de extrañarnos, entonces, que todavía perduren en la capital bastantes lugares que hagan referencia a tan estrecha relación. Hablamos de la calle, la puerta y el puente de Toledo, varios elementos que comunicaban Madrid con la urbe toledana, así como con las restantes ciudades que conectaba el Camino Real del Sur.

La calle de Toledo

La calle de Toledo es una de las más emblemáticas de la ciudad. Tiene su origen en la Plaza Mayor, concretamente en el denominado Portal de Cofreros, y aún hoy guarda su valor histórico como vía eminentemente comercial, donde muchos comercios mantienen el aspecto de las tiendas del viejo Madrid. Al ser una vía de comunicación directa con la ciudad Imperial, esta calle siempre estuvo muy transitada, y en sus cercanías abundaban las posadas y otros edificios destinados al descanso de los viajeros, incluidas algunas mancebías de renombre.

Si descendemos la calle desde la Puerta Mayor no tardaremos en encontrarnos dos construcciones de primera categoría: la Real Colegiata de San Isidro y el Instituto de Enseñanza Secundaria San Isidro, otrora el Colegio Imperial.

La Real Colegiata de San Isidro fue edificada en el siglo XVII como iglesia del antiguo Colegio Imperial, convirtiéndose en la catedral de Madrid hasta 1993, año en el que la Catedral de la Almudena terminó de construirse y fue consagrada. Se trata de uno de los lugares de culto más importantes de la ciudad puesto que en su interior descansan los restos mortales de San Isidro, patrón de Madrid, y de su esposa,  Santa María de la Cabeza.
El Colegio Imperial, por su parte, es algo más antiguo. Cuando Felipe II decide asentar la capital de la Monarquía Hispánica en Madrid, la ciudad carecía de un verdadero centro de enseñanza, puesto que únicamente existía el llamado Estudio de la Villa, creado en el siglo XIV. Se decidió abrir un nuevo centro dirigido por la Compañía de Jesús que comenzaría a ser construido en la calle Toledo en el año 1564, empezando a funcionar en 1572 bajo el nombre de Colegio de San Pedro y San Pablo de la Compañía de Jesús. Años más tarde, concretamente en 1603, y gracias al patronazgo de la Emperatriz María de Austria, se reconstruyó el edificio, quedando con el nombre de Colegio Imperial. Como curiosidad mencionar que, en un principio, cuando se pretendía construir el colegio para los jesuitas, pensaron levantarlo en las cercanías del alcázar, pero finalmente se canceló la idea al querer el rey Felipe II ampliar el tamaño del castillo.

Pese a que hoy en día ya no exista, otro de los edificios de gran importancia que cobijó esta calle fue el hospital-convento de la Latina. Este complejo fue edificado a principios del siglo XVI, entre los años 1499 y 1507, por Beatriz Galindo y su esposo Francisco Ramírez, secretario de los Reyes Católicos. Si bien el verdadero nombre del hospital era el de la Concepción de Nuestra Señora, siempre fue conocido por el apodo de su fundadora, La Latina. Éste sobrenombre por el que era conocida se debía al soberbio conocimiento que tuvo del latín, convirtiéndose en toda una autoridad en lo que a esta lengua se refiere.

La Puerta de Toledo

Muchos otros edificios o monumentos históricos han tenido su lugar en la calle Toledo, demasiados para ser enunciados en una publicación que pretende ser una breve reseña. Sin embargo, es imposible dejar de mencionar la Puerta de Toledo.

Hubo otras anteriores con el mismo nombre en puntos más cercanos al centro histórico de la ciudad como fueron el Postigo de San Millán próximo a Cascorro, o la Puerta de La Latina, cercana al hospital antes mencionado. En 1625, al construirse la cerca de Felipe IV, se levantó una nueva situada en las cercanías del matadero del Rastro. Ésta era la zona de Madrid por donde accedía el ganado y donde se situaban la mayor parte de los establecimientos regentados por matarifes, curtidores de piel y otros trabajadores ligados al sector de la ganadería. Sabemos, gracias al plano de Teixeira, que aquella puerta era de ladrillo y en sus proximidades tenía dos fuentes.

La Puerta de Toledo actual, que también sirvió como acceso a la ciudad tras la desaparición de la anterior, es del siglo XIX. Fue durante la época napoleónica, bajo el reinado de José I Bonaparte, cuando se diseñó el primer proyecto de construcción de una puerta de carácter monumental que adecentara la entrada a la ciudad desde el sur. Las obras apenas habían dado comienzo cuando Fernando VII consigue hacerse con el trono de España, por lo que las autoridades de la ciudad decidieron dejar el proyecto, todavía inconcluso, en manos del afamado arquitecto Antonio López Aguado. Éste acabó por diseñar el monumento que nos ha llegado hasta hoy en día, y que terminó de construirse entre los años 1816 y 1827. Una puerta similar a la de Alcalá, de estilo neoclásico, que recuerda a un arco triunfal donde se homenajea a Fernando VII y la independencia española frente a los franceses.

Pero lo más singular de todo es lo que descansa bajo sus cimientos. Enterrada bajo la puerta hay una “cápsula del tiempo”, es decir, un cofre que guarda diversos elementos para ser desenterrados en un futuro. Fue el equipo de José I quién tomó esta acertada decisión, guardando en su interior una serie de objetos de la época: monedas, una guía de la ciudad y cartas otorgadas por el monarca. Tras la salida de los franceses, la cápsula fue desenterrada, y se sustituyeron las cartas otorgadas por un ejemplar de la Constitución de 1812 y varias medallas con la efigie de Fernando VII. Curiosamente, poco después, este mismo rey decidió reabrir el cofre para eliminar aquella copia de la misma carta magna que él mismo abolió.

Norias en el Puente de Toledo, del artista escocés David Roberts


El Puente de Toledo

Si continuamos nuestro camino más allá de la Puerta de Toledo no tardaremos en llegar a las orillas del río Manzanares, y si lo cruzamos, entraremos en la zona que tradicionalmente se conocía como los Carabancheles. La actual construcción barroca del puente fue realizada entre los años 1712 y 1738 por el célebre Pedro de Ribera, uno de los arquitectos madrileños más prolíficos. Curiosamente, el puente era el tercero en ocupar el mismo espacio, puesto que la construcción de Juan Gómez de Mora y José de Villareal (datada entre los años 1649 y 1660), y una posterior de José del Olmo y Teodoro Ardemans (entre 1682 y 1684) desaparecieron en sucesivas crecidas del río que acabaron por destrozar la integridad de aquellos puentes.
En cambio, el actual parece no querer abandonarnos, y su imagen tradicional dibuja una estampa maravillosa en el paisaje de Madrid Río. Una curiosa fusión entre lo viejo y lo nuevo, entre los recuerdos de un Madrid que hunde sus raíces en el tiempo y el otro Madrid que brilla como ejemplo de modernidad.

Antes de despedirnos, comentar finalmente que en mitad de este puente existen dos hermosos grupos escultóricos: las hornacinas que protegen las imágenes de San Isidro y Santa María de la Cabeza. De nuevo una mención a estos santos tan venerados en nuestra ciudad y que de algún modo parecían despedirse y darle la bienvenida a todos los viajeros que a través de aquel camino viajaban entre las ciudades de Madrid y Toledo.